sábado, 21 de junio de 2008

PASTORES Y PESCADORES, VINCULADOS POR SAN JUAN

Artículo recibido de: Melecio Hernández Pérez

Trabajo leído por Melecio Hernández Pérez, a modo de pregón de la Fiesta de San Juan 1989 del Puerto de la Cruz, y recogido en el libro “Sol, Fuego, Cabras y Mar en las Noches de San Juan” por el recordado Jesús Eustaquio “Chucho Dorta “Benahuya”. Impresión Graficolor, La Cuesta (La Laguna). Primera edición: junio, 1992. pp. 88/98.

En la fiesta del Sol de San Juan, que data de muy antiguo, en un sentimiento externo, se acuñó la entrañable costumbre del baño de los animales en el mar, como una de las tradiciones más populares heredada de nuestros antepasados que simboliza la procreación.

Este rito fue creado por rústicos y sencillos hombres del pastoreo fieles a la cita marinera, adonde acudían desde muy temprano con sus rebaños, abandonando los campos y cuevas de sus moradas para la ancestral prueba o ceremonia del agua salada y el fuego de las hogueras. Los rayos solares vendrían después a secar la piel y las ropas humedecidas del cabrero. Este singular cuadro podía apreciarse a lo largo del litoral portuense, aunque era el muelle pesquero donde arribaba el grueso del ganado. Allí, junto al muelle viejo, se situaba el curioso público que admiraba el espectáculo de las cabras en la playa, controladas por los fieles perros y el grito de sus nombres que imponía el cabrero para reducirlas y empujarlas hacia las rompientes olas.

Después del baño, el pastor de arremangados pantalones, recomponía su figura con el sombrero y la vara. Dejaba en la arena, junto a los lanchones, retozar al ganado con la libertad con que pacen en el campo, mientras el cabrero se acercaba solícito a la taberna portuaria más próxima a refrescar el gaznate con la bendición de San Juan.

Esta fiesta, más pagana que religiosa, gozaba de la simpatía y beneplácito del pueblo. El hombre del campo y de la montaña, que recorría los caminos del Valle regalando el cuadro bucólico más acentuado del paisaje isleño, a su paso por los hogares, iba vaciando las ubres de espumante leche para ofrecerla en mitad del camino a la hora del desayuno. Esta habitual imagen, inédita para muchos, se iría esfumando cada vez más por los años sesenta, cuando al Puerto llega la sacudida del “boom” turístico. Por tanto, no sería hasta hace apenas unos pocos años cuando, por un grupo de entusiastas encabezados por Chucho Dorta, se recupera y rescata la vieja figura del cabrero y la cabra a la orilla del mar al filo del naciente verano como una reencarnación del idílico oficio del hombre aborigen; oficio forjado en el crisol de la madre Naturaleza y de la que aprendió el hombre toda su sabiduría: leer en el cielo, conocer la altura de la Luna, el lugar de los luceros; dominar el campo, los montes y sus barrancos. Captar el juego amoroso del perro y el ganado que cuida; acostumbrarse al milagro del nacimiento de un baifito. Marcar el rumbo del peregrinaje de cada estación; familiarizarse con el lagarto, grillo y cigarrón; el caballito del diablo, la rana y las mariposas, y el vuelo y color de los pájaros. Aprender a soñar con soledades de esquilas; distinguir las flores silvestres y los frutos de cada árbol; las zonas ocres y verdes, el buen pasto; la fuente o arroyo donde abrevar; silbar, ordeñar; sobar el zurrón, pronosticar cuándo habrá sol o lluvia y, porqué no, soñar con el día de San Juan junto a los marineros y pescadores del Puerto de la Cruz, hombres de la mar de otros rebaños y otras ubres.

De esta hermandad entre pastor y pescador y de sus vivencias, sabe mucho el viejo muelle de historias y leyendas dormidas en sus eternas piedras. El pastor sigue los senderos abiertos en tierra por lejanas generaciones como el marinero enfila su barca por los caminos de la mar. Uno y otro marcan el límite entre la cumbre y el horizonte.

Aquí, el marinero del Puerto tiene un comportamiento afable, cordial y generoso. Permite que por San Juan irrumpan en sus dominios de arena y espuma. Se siente complacido y les recibe en su terreno con ambiente engalanado; escenario de cada día, medio y elemento de su vida. Está orgulloso de que el vigor de “su” mar sea talismán de la fecundidad. Colabora en la acción del baño de los animales con experiencia de mil lunas. El hombre de la mar gusta conversar con el cabrero, casi dos lenguas diferentes, pero unidas para siempre por la amistad y la tradición. ¿Pero devuelve el marinero la visita al pastor en sus dominios cumbreros? Tal vez algún día la sombra de los pinares con su brisa de aromas atraiga al hombre de la mar a la paz de los montes donde vive el amigo con experiencia de mil soles, dispuesto a obsequiarle con leche y queso frescos.
Sin embargo, la mujer pescadora sí que ha recorrido los caminos polvorientos, guiada, por un lado, por el instinto de negociar; y por otro, por la necesidad de proveerse de productor agrícolas. Así que desde tiempos lejanos, la mujer se animó a salir a los campos del valle para vender la mercancía que en cesta de caña trenzada a la cabeza eran conocidas por “gangocheras” o pescadoras.
Al regresar lo hacían con las cestas cargadas de papas, hortalizas, frutas y hasta conejos y gallinas, que unas veces eran objeto de trueque, y otras, obsequios de la buena gente del campo, aunque las más adquiridas a cambio de dinero, fruto de su duro trabajo. Estas mujeres al principio iban descalzas porque desde niñas las plantas de sus pies eran suficientemente encallecidas para poder desafiar todos los pedregales. No obstante, llevaban botas en la cesta que se calzaban antes de entrar a los pueblos. Esta costumbre se fue alterando en el sentido de que posteriormente ya fueron siempre calzadas, pero muy burdamente, cuando marchaban por los campos, pero con zapatos más presentables cuando entraban a los pueblos, extendiéndose este uso no sólo a las revendedoras, sino también entre la gente de campo y de los pueblos que hasta hace unos cuantos lustros mantenía este particular hábito.

La gran cesta que portaban a la cabeza sobre la “rodillera” solía ser de treinta o más kilos, y generalmente la cubrían con un mantel o paño, atado a las asas. El pescado fresco se cargaba las más de las veces directamente de la barca recién varada en la playita del muelle o de la pescadería, por lo que solían pregonar con razón: “Al pescado fresco del Puerto”.

Recorrían los caminos ofreciendo la plateada mercancía y contaban con su feligresía que aguardaba la visita de las pescadoras que también acostumbraban a llevar pescado salado. Portaban una balanza de dos platos, la romana, recubierta de escamas que se adherían formando densa costra. No era extraño que los pesos fueran piedras equivalentes a uno o dos kilos. Más cercano a nuestros tiempos solían viajar en la jardinera o guagua y se sentaban en el asiento posterior mientras las cestas iban en la baca, atadas con cuerdas. Así y todo el peculiar y penetrante olor lo llevaban pegado a la piel, y diría que era hasta confortable aquel perfume a mar y pescado. Solían llevar un control con apuntes muy extraños, a veces en pequeñas libretas a base de rayas y redondeles de diferentes tamaños que en ocasiones trazaban con una perpendicular, según el valor que les asignaban, porque también controlaban las ventas a crédito.
Dice Diston que al regreso a sus casas, ya al caer la tarde, grupos de revendedoras bajaban rezando en alta voz o cantando isas y folías, al tiempo que saludaban a cuantas personas encontraban a su paso, dejando con su presencia en los caminos y veredas una afable estampa con aires exclusivamente del Puerto. Por esos caminos de Dios se cruzaban frecuentemente con pastores y rebaños de cabras y se hacía conversación al caminar con el propósito de salud y suerte, tal vez en un pacto sellado en el tiempo por la amistad entre las gentes de campo y mar.

Pero sigue siendo por San Juan, festividad de evocaciones y ensueños; de simbolismos y magia hechos tradición, y desde la explanada del viejo muelle donde cobra realismo la entrañable estampa de pastores y manadas, pescadores y gente del pueblo; bajo el mismo cielo, tierra y mar de este Valle de Taoro, comarca principal y pastoril de la noble y valerosa raza guanche que tiene en los actuales cabreros su más viva y ancestral imagen.

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