viernes, 13 de junio de 2008

DOÑA MARÍA PÉREZ Y MIS PRIMERAS LECCIONES PEDAGÓGICAS

ArtÍculo recibido de: Celestino González Herreros

Un largo trecho ha transcurrido... Entonces yo contaba pocos años de existencia, cuando asistía a recibir clases básicas en la casa de Doña María Pérez Trujillo. Había un nutrido número de alumnos, de ambos sexos, todos los cuales compartían el espacio disponible; y fueron fructíferas las sabias enseñanzas recibidas.

Muchos años han pasado, y a pesar de ello, retengo en la memoria aquellos momentos vividos, hasta hoy inolvidables. Son tantos los motivos que me impulsan a exteriorizar estos sentimientos, que callar no puedo. Ahora mismo, recuerdo una prudente cola de cuatro alumnos, entre ellos yo, esperando turno para sacarle punta al lápiz. Había un saca puntas fijado en un lugar de la pared. No puedo obviar aquella regleta agitándose en el aire, dispuesta a castigar al niño que no atendiera debidamente sus deberes escolares... Desde luego, no recuerdo haber sido castigado, pero es cierto, la regla que manejaba Doña María, sonaba con frecuencia lastimera, al menos para mis sentidos siempre sensibles al dolor ajeno, cuando se oía el agudo lamento del castigado.
Antes era así, había disciplina, temor al castigo, respeto hacia la persona mayor. Mas, insisto, se echa mucho de menos aquellas bases sólidas de la urbanidad, lo que viene a ser, el verdadero concepto del respeto a las sabias estructuras sociales; como ocurre en cada familia, en los distintos Colegios y entidades públicas, amén del sentimiento que todo ser humano debe sentir hacia los demás. Como la mejor razón de su verdadera identidad, de su pueblo, tradiciones, costumbres y usos de las mismas, para no perderlas jamás y conservar intacta la imagen de nuestra canariedad. Así era antes, cuando aún conservábamos nuestras ideales tradiciones, cuando hubo aquella vocación de sacrificio y respeto hacia nuestra cultura social.

Era en la Escuela, donde iban a estar aglutinados todos los elementos capaces de reflejar nuestro propio destino ante posibles adversidades. Era en la Escuela, donde iban a despertar nuestras verdaderas vocaciones. Y fue en cada una de esas Escuelas, donde estuve como alumno, donde aprendí las lecciones más bellas de la vida. Vi allí mi verdadero perfil humano. Pasando de la cotidiana rutina al abrazo cálido y amoroso del eco de su dulce voz que contentaba y calmaba mis temores, infundidos por el profundo respeto que me inspiraba.

Uno debe recoger de esos sanos episodios el calor humano que hubo en ellos, la firme intención divulgativa de aquella inolvidable y querida "maestra"; sin dejar de sentir la sensación afectiva que transmitía para hacer de un niño, un hombre para el futuro. Desde la Cultura más primaria, para prepararme, con el esfuerzo de otros tantos maestros y maestras, para poder hacerle frente a mi propio destino y servirle de algo a mi pueblo. Doña María y demás educadores que tuve, han contribuido a mi evidente felicidad. De todos he aprendido a ser comunicativo y obediente a mis principios. De ellos y de mi familia; y de la misma vida, que me ha dado tanto.

Recordando, con respeto y admiración, aquellos momentos vividos, arropado por tantas y maravillosas personas capaces de transmitirnos, no sólo la cultura recibida, sino también, el sentimiento solidario de la amistad, entre unos y otros, como colofón del interés más puro demostrado hacia el alumnado para que tuviéramos un horizonte ilusionado, apetece demostrarles, como lo hago, desde mi humilde pluma, este homenaje sentido y lleno de gratitud, por la paciencia que habrán tenido conmigo y el gran amor que me brindaron.

Vi caer la lluvia tantas veces sobre las plantas de su alegre patio… Desde entonces, me entristecían los episodios otoñales, o aquellas secuencias invernales que malograban los sentidos, me apenaba y sentía el frío acostumbrado de la soledad... Días fríos, cielo cubierto de negruras, de nubes agazapadas sobre nuestro Valle de La Orotava, como la grávida panza de una burra ocultando toda luz celestial, desde el árido aposento del Teide, desde las cumbres solitarias hasta los límites de nuestro pequeño Puerto de la Cruz. Nubes bajas, preñadas de tristeza y soledad, para muchos que desconocíamos nuestra suerte, tal vez intuyendo el mismo destino que nos esperaba. Muchachos estudiosos, comprometidos con sus naturales deberes, en ayudar a la tierra que nos vio nacer, donde lucharíamos más adelante como lo hicieran nuestros progenitores.

Allí, en la Escuela de Doña María Pérez Trujillo, se gestaba un futuro... en cada uno de nosotros nuestro porvenir. Aprendíamos a descubrir los primeros misterios de la cultura, que nos permitiría abrirnos paso en la vida, cuando fuéramos mayores. Darse uno cuenta de ello, suponía haber abierto los ojos a la realidad; se habían acabado los sueños infantiles propios de la edad, los mismos juegos. Y no hallaríamos nuestro alejado horizonte, si no nos aplicábamos en el saber y practicábamos las lecciones impartidas con esmero y amor, por nuestra maestra. A pesar de mi párvula edad, me daba cuenta de que era necesario ir descubriendo, día a día, en esa mágica aventura, a través de sus cuidadas lecciones, los hermosos misterios del saber.

Siempre he recordado con vehemencia, a mis maestros y maestras de escuela de aquellos tiempos, los que me inspiraron la ilusión del saber y no me cansaré de oír, a quiénes me iluminen con su sabiduría, pues el tiempo se acaba y nunca terminamos de aprenderlo todo.

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