viernes, 11 de julio de 2008

DON JESÚS HERNÁNDEZ MARTÍN

JESÚS EL VILLERO.

Artículo recibido de: Bruno Juan Álvarez Abreu

Nació el 19 de diciembre de 1918 en el barrio orotavense de La Florida, al otro lado del barranco, en una pequeña casa de alto y bajo que había detrás de la finca de Emiliano Pacheco. Como a él le gusta decir, nació "en la orilla del monte, oliendo a brezo". Sus padres se llamaban María Martín Mora, maestra de escuela, y Felipe Hernández Martín, de profesión albañil. Fue el mayor de cuatro hermanos, aunque su madre tuvo otros cinco hijos que por distintas enfermedades murieron de pocos meses. Doña María cayó por ello en una fuerte depresión y el médi­co le aconsejó un cambio de aires. Esa fue la razón de que la familia se trasladara a vivir a Puerto de la Cruz. Jesús tenía entonces poco más de cuatro años. A pesar de esa obligada marcha, en realidad nunca se fueron del todo. Prácticamente, todos los fines de semana don Felipe y sus hijos visitaban el barrio de La Florida, donde además pasaban también las vacaciones de verano.
Los sentimientos de Jesús, quien enseguida fue distinguido por sus amigos y conocidos de Puerto de la Cruz con el apelativo de "El Villero", quedaron para siempre atrapados en aquel lugar lleno de belleza natural y recuerdos entrañables.

La primera escuela de Jesús Hernández fue su propia casa. Aprendió a leer y escribir con su madre, María Martín Mora, cuyo nombre por cier­to bautiza la escuela de Pino Alto, en reconocimiento oficial y popular a la gran labor que hizo esta señora por las gentes de aquel lejano barrio. Jesús empezó sus estudios en el colegio de los Hermanos del Corazón de María ­"los padritos"- en la calle Pérez Zamora de Puerto de la Cruz. Más tarde fue alumno de don Inocencio Sosa en el colegio de la Federación Obrera.

Entre 1931 y 1933 estudió en las Escuelas Graduadas. Ganó por oposición un concurso de becas y pudo ingresar en el antiguo Colegio de Segunda Enseñanza. Allí hizo el bachillerato. La Guerra Civil truncó su sueño de licenciarse en Filosofía y Letras. Sólo tuvo tiempo de estudiar dos años y luego se pasó a Magisterio. Curiosamente, uno de sus alumnos más aven­tajados, el científico Antonio Galindo, desveló que el joven Jesús sólo se aficionó a los estudios cuando conoció los métodos persuasivos de su rígi­do padre. Esa ayuda y un talante tenaz e inconformista recondujeron a tiempo su vida.

Dedicó cuarenta años de su vida a la docencia. Empezó en el Colegio de Segunda Enseñanza, hasta que el centro fue absorbido por el Instituto Técnico. Simultáneamente, por las tarde daba clases en el Colegio "Pureza de María", por entonces ubicado en la portuense Calle Iriarte. Fruto de su constante inquietud cultural, también tuvo tiempo para dirigir el montaje de numerosas piezas teatrales, que interpretaban sus jóvenes alumnos. La práctica deportiva fue otra de sus aficiones, que aún hoy en día comparte con un grupo de amigos. Varias veces a la semana se reúnen en la Playa de Martiánez para nadar y jugar a la pelota.

Continuó la labor de enseñante en el nuevo colegio de "La Pureza" de Los Realejos hasta su jubilación, en 1984. Durante estas cuatro décadas de docente pasaron por sus clases miles de jóvenes de varias generaciones, que siempre le recordarán como don Jesús "El Maestro". Pero más que un maestro, para todos ellos fue un verdadero padre, tan riguroso como entra­ñable.
En reconocimiento a ese importante servicio prestado a la comuni­dad portuense, el Club de Leones le distinguió con la "Ranilla de Plata".

Tras su jubilación fue objeto de dos homenajes muy especiales para él. El primero se lo tributó la Comunidad Educativa del Colegio "Pureza de María". El segundo tuvo carácter popular y fue organizado por sus antiguos alumnos, que en gran número se reunieron para agradecerle sus desvelos y enseñanzas. En 1992 fue encomendado por el Ayuntamiento de Puerto de la Cruz para hacer el pregón de las Fiestas de Julio, las fiestas patronales de esta Ciudad, en honor de la virgen del Carmen y el Gran Poder de Dios.

Ahora, animado por un grupo de amigos, y muy especialmente por el ex-alcalde orotavense Francisco Sánchez García, y por el ex teniente de alcalde de esta Villa Martín Escobar Pacheco -floridero como él-, Jesús Hernández se decidió a reunir los recuerdos y evocaciones de la infancia y juventud vividas en el barrio de La Florida, un lugar que siempre ha llevado en su corazón Y en su pensamiento.

Es el suyo un testimonio de gran valor sen­timental Y hasta etnográfico. Es una reliquia de esa tradición oral que debe recuperarse, conservarse y divulgarse, para reafirmar nuestra identidad como pueblo y para enriquecer nuestro patrimonio cultural. Es un relato escrito con la sabiduría de los años y con la naturalidad propia de las gen­tes del campo. Pero, sobre todo, este libro es el homenaje sincero y pro­fundo que un "floridero" quiere tributar a su tierra, a sus raíces.

Según el convecino y ex alcalde de la Orotava el amigo Francisco Sánchez García; Los acontecerse de la vida suelen generar sentimientos que, si res­ponden al agradecimiento, definen a la persona como bien nacida. Estos sentimientos sólo logran dar la paz interior al individuo, paradójicamente, si los exterioriza, si los da a conocer o los comparte con los demás. Así aparece el ciudadano que en su vida particular se caracteriza por su afabilidad y buena disposición para con los demás. Y trata de encon­trar, para su realización personal, la profesión o actividad que mejor le va a su vocación encendida por ese espíritu de agradecimiento que le es con­sustancial desde sus orígenes familiares. De este modo se crea el buen ciudadano. Don Jesús "el Villero”, primero. Don Jesús, "el Maestro", también. Dos apelativos atribuidos por la sabiduría popular, al apreciarle su amor a la tierra que le vio nacer; y su sin­gular calidad docente. Su vocación de enseñante la logró derramar generosamente entre sus numerosos alumnos, que tan gratamente le recuerdan respondiendo de modo efectivo a las lecciones aprendidas. Faltaba pues, que el cariño desbordante por sus orígenes familiares y locales, manifiesto día a día en su personalidad, fuera aprovechado de alguna manera.

Y acertó La Florida, y en su representación, Agustín González y Martín Escobar, dándole la oportunidad a don Jesús, para que su agradecimiento a la tierra y a la familia que le dio la vida, así como a la gente que le vio y ayudó a nacer, pudiera quedar plasmado de manera Impresa. Así surge "EVOCACIONES FLORIDERAS", donde se retrata magníficamen­te, con letra acertada, una parte de la historia de La Florida; muy práctica e interesante para los investigadores. Pero que a mi modesto entender, con­sigue recoger y reflejar, con brillantez, la calidad extraordinaria de las vir­tudes que adornan al hombre y la mujer de La Florida, las que el Autor, en respuesta a su interior, intencionadamente hace públicas, con el fin de comprometer en ellas a sus más jóvenes convecinos, para que nunca ten­gan que lamentar que cualquier tiempo pasado fue mejor. Y para reforzar ese sentimiento se completa el libro con el curioso diario de Victoriano Escobar, otro floridero ejemplar que dejó huella entre los suyos, y memo­ria escrita. Correspondemos al gesto de don Jesús de habemos hecho presente el bello sentimiento de la gratitud, con sus extraordinarias vivencias perso­nales en La Florida, aprendiendo y llevando a la práctica la lección de que también nos quiere inculcar en este libro: el amor a nuestros campos.

El Barrio orotavense de la Florida ocupa la parte central de una especie de “mesopotamia” al estar situada entre dos barrancos, a orillas de las cuales se fueron agrupando sus habitantes, así como a lo largo del camino real. Estos núcleos de población, pequeños en sus orígenes, son La Palma, al Este, y La Vera, al Oeste. El acceso al floridero barrio por el poniente era y es por Los Pinos, llamado así porque existía en ese lugar un paseo, orientado de Norte a Sur, provisto de asientos y flanqueado por dos hileras de dichas coníferas. Todavía existe un buen tramo del viejo camino, un sende­ro que, a partir de la casa de Concha "La Chasnera", descendía en zig-zag hasta el fondo del Barranco de La Arena, para luego ascender por la orilla opuesta hasta las proximidades de la mansión de María "La Campanera", Un camino de herraduras que Lorenzo "El Ciego", asido a la cola de su caballo, empleado para el transporte de mer­cancías, lo recorría varias veces al día con mayor seguridad que cual­quier vidente. Un camino que se acortaba, aprovechando aquellos puntos donde la profundidad era escasa, por dos atajos o fajanas, uno de los cuales pasaba por delante de la casa de "siña" Plácida, una mujer que, a pesar de sus años, pateaba veredas portando en su cua­dril un saco de papas, de hierbas o una carga de leña, diciendo "pa' casa nada pesa". Una mujer aquella que al hablar saboreaba las pala­bras.

Aún no se había construido el puente primitivo. Por esta razón, durante aquellos antiguos inviernos, fríos y bastante lluviosos, con nevadas, que en algunas ocasiones blanqueaban los caminos; cuando el retumbar de los barrancos anunciaba la 'proximidad de la riada, fenómeno que se repetía con cierta regularidad en aquellas his­tóricas invernadas; un caudal de agua que lamenta le mente se per­día en el mar, pero dejando a lo largo de su recorrido, y sobre todo en las playas, un valioso tesoro: la arena. De la extracción de esa arena barranquera vivieron muchas familias, aunque playas de fácil acceso, como la portuense de Martiánez, fueron repetidas veces esquilmadas ante la pasividad de las autoridades. Y cuando la inten­sidad de la riada lo permitía, allí estaba Pancho con su burrita tras­ladando a los viandantes de una a otra orilla. En caso contrario, los vecinos habían de tomar el Camino de Los Gómez.

En ambos barrancos se abrían las bocas de galerías que alum­braban agua en abundancia: El Drago, Barbuzano, Saltolino, Fuente Benítez, etc. De esta última podría contamos muchas historias Flora "La Panadera", si viviera. Sin embargo, era paradójico que los florideros y las florideras tuvieran que tomar el Camino de Polo, llegar cerca de La Piedad ­donde existían unos lavaderos públicos, adquirir el líquido elemen­to para uso doméstico, o pagar una perra gorda (diez céntimos) por el acarreo de una cacharra conteniendo diez litros del vital fluido. Si mi memoria no me es infiel, el primer chorro se instaló en Los Pinos, lo cual supuso una comodidad y un ahorro en los desplazamientos. Posteriormente fueron colocados otros chorros a lo largo de los cami­nos.

Recuerdo que las vecinas acudían a una atarjea próxima a la casa de Juan "El Pisco", con el fin de lavar en ella la ropa. Usaban como lejía las gallinazas. El lavado se hacía frotando la tela con ambas manos, o apoyándolas en una piedra, llamada de lavar. La ropa se dejaba enjabonada hasta el día siguiente, en que era enjuagada y restregada nuevamente. Luego se introducía en una palangana conteniendo agua limpia, en la que se había disuelto una pastilla de añil para lograr su blanqueo y, finalmente, tenderla al sol.

Otro de los problemas era la atención sanitaria, pues el enfermo tenía que trasladarse hasta la Villa careciendo de adecuados medios de transporte, aunque en ciertas ocasiones el médico, con el maletín en ristre, acudía al domicilio del paciente. Entonces se ponía a disposición del galeno una "bestia" muy bien enjaezada, cubriendo su albarda con una colcha. Cuando la gravedad se producía durante la noche y la urgencia del caso lo requería, el panorama resultaba más patético. Un catre de viento servía de camilla para trasladar al enfer­mo hasta el pueblo. Los faroles alumbrando el camino, y las mujeres acompañantes, cubiertas con oscuros sobretodos para protegerse del frío nocturno, ponían las pinceladas de un cuadro tétrico. En algu­nas ocasiones, cuando se temía un fatal desenlace, se solicitaban los auxilios espirituales: el Viático. Escoltado por faroles, su presencia por la calzada era anunciada a golpes de campanilla. A su paso toda actividad se paralizaba, los hombres descubrían sus cabezas, las muje­res se postraban de rodillas; un respetuoso silencio lo invadía todo: Las vecinas musitaban entre dientes: "Llevan el Señor al compadre; está muy malito".

En un rincón de la limpia habitación del enfermo, donde se ha colocado una mesa cubierta con blanco mantel, y sobre ella un crucifijo flanqueado por dos candelabros con sus cirios encendidos, se espera con fervoroso recogimiento la llegada del Viático. Es un momento solemne, profundo, en el que la criatura, el hombre, dia­loga a solas con su Creador, en la persona de su representante.

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