jueves, 26 de junio de 2008

SAN TELMO, DELICIOSO LUGAR DE ENCUENTRO

Artículo recibido de: Celestino González Herreros

No voy a retroceder en el tiempo para evocar vivencias imborrables personales, ni de tantas generaciones pretéritas; no voy a revivir todas las mías, sino algunas, por que no acabaría en tan buen tiempo. Solo decir que me entristece, cuando me acerco por ese emblemático y enternecedor lugar, y veo a tantas gentes, sin distinción de edades, disfrutando casi durante todo el año de su playita favorita, de piedras y arenas negras que se complementan, para emular el bello arenal de otras playas que, si bien tienen mejor lecho, nunca el encanto familiar de su acogedor ambiente... Este antiguo desembarcadero del boquete de San Telmo, supongo que, a cada uno de nosotros, a todos nos habrá ocurrido algo semejante. Hubo una edad, un momento en la juventud, que sólo nos alimentaba la fantasía, como si no tuviéramos los pies en la tierra y las ideas flotaran como estrellas en el firmamento y se alinearan buscando realidades, aunque fueran insólitas... y nos aventurábamos en el ejercicio de las mismas. Es quizás, el complejo urbanístico, social y turístico mejor asentado que tiene el Puerto de la Cruz y el que menos gastos genera, por que todo allí es natural. En ese paradisiaco lugar, siendo niño aprendí a nadar - me empujaron otros muchachos y no tuve más remedio que mover los brazos, las piernas y los pies - Allí aprendieron a nadar mis hijos y ahora los nietos. Actualmente, lo digo así porque el tiempo ha transcurrido... veo con frecuencia a esos mismos muchachos de aquel entonces, ya con las sienes plateadas algunos, que aun siguen ejercitando el cuerpo como antes lo hicieran; algunos con el mismo estilo que cuando eran jóvenes. Digo, me entristece, porque reconozco que he perdido habilidades.
Recordemos cuando nos lanzábamos al mar desde el muro de la Ermita de San Telmo - todos aquellos buenos amigos están en mi mente - o de la gran grúa que entonces existía en el Penitente. Cuando nos íbamos nadando, primero hasta la “Cebada”, luego la gran aventura del risco “El Pris”, el lugar más distante desde la punta del muro. Ya sé, habían otros aventajados que hacían el recorrido desde el Muelle Pesquero hasta la Playa de Martiánez. Algunos viven aún, para corroborar lo que digo y dirán también que me quedo corto. En las rocas de Santo Domingo, al lado del Penitente, se celebraban, al igual que hoy, verdaderas competiciones de saltos al mar y las gentes curiosas lo pasaban muy bien, viendo los acrobáticos saltos de la muchachada de entonces. Casi siempre exhibiéndonos para “cautivar” la atención de las muchachas que por razones obvias admiraban tanto valor y riesgo de unos y otros. Hoy en día igual que antes la gente va a la playita a relajarse y olvidarse de todo y con ello recuperar la paz del espíritu en buen grado y las energías perdidas por el incesante esfuerzo y el estrés por el precipitado curso del tiempo de que disponemos para resolver los asuntos propios y los ajenos en el trabajo; poder estar al día en todo.
En verano como en invierno y con ello digo todo el año, da gusto ir a la playita de San Telmo y sus atractivos bajíos junto a la escollera que los resguarda. En el extremo del muro está lo más delicioso para los que saben sostenerse en el agua: el Reboso. Como su nombre indica, cuando llega la mar hasta su cima se llena hasta rebosar para enseguida bajar muy hondo y súbitamente vuelve desde su sima. Es un juego divertidísimo y tan atractivo escenario se llena de bañistas. En el muro - muellecito rompeolas - cuando las olas baten con fuerza, premeditadamente, en la parte posterior del mismo hay un descanso y allí agarrados o simplemente agachados llegaba la ola rota propinándonos la abundante espuma cual si fuera una mágica ducha. El charco “Los Espadartes” cuando hay pleamar es una gozada y los charquitos adyacentes para los niños pescar peje verde y cabozos, además de zambullirse, son ideales.

Está muy bien cuidado ese recinto abierto al mar, con Bar - Terraza, Solarium, Duchas y ese santito, San Telmo, que desde su hornacina vela por todos los presentes en ese delicioso lugar de encuentro.

Mientras abajo, en la playa, los bañistas lo pasan “bomba”, la calle San Telmo, moderna y marinera arteria urbana del Puerto de la Cruz, se ve concurridísima de gentes de distintas procedencias y condición social, que van y vienen, entrando y saliendo de los muchos comercios que la conforman, si bien y siempre con sus prisas habituales por razones obvias; no dejan de mirar hacia abajo, ni disimulan sus desconsuelos por no estar ahí, gozando de esa bella y popular ribera, tan acogedora, que le da al entorno tal semblanza de romanticismo y ternura, que, en la mirada de buena parte de tantos transeúntes se asoma una mezcla de emoción y envidia de tan placentera contemplación que convoca decididamente a participar de ese ambiente. A mí siempre me cautivó. Cuando joven, acostumbraba a contemplar ese bello lugar con desmedida nostalgia; miraba al mar con cierto recelo, pues me atraía considerablemente y a la vez respetaba su silencio cuando estaba en calma, con sus suaves marejadillas que sigilosas llegaban a las orillas, tanto de la arena como de los basálticos acantilados y riscos de los estáticos bajíos... Cuando la mar rugía, golpeando la muralla, también sentía ese incondicional respeto, pero en mi fuero interno sentía una extraña sensación de ira que me hacía cómplice del natural arrebato de las olas; en la mar veía reflejado mi espíritu y por eso le entendía. Largas horas contemplándola viví, ajeno a todo cuanto me rodeaba y en ella buscaba evadirme de mi propia confusión, que son las dudas de esa tierna edad. Del porqué de las cosas que van sucediendo en la vida... Era pues, un lugar especial para mí, lo confieso sin rubor alguno. Allí, desde la calle, mirando al mar, oí la voz de mi destino, cuando me llamaba con insistencia; y no descansé hasta cruzar el “charco”.
En sus profundas oquedades intuía su silencio más profundo, como si abajo hubiera un atractivo mundo de ensueños... Viendo los colores marinos del subsuelo, adivinaba senderos de márgenes distintos a los habituales y sin fronteras que detener pudieran a mis pasos; entonces buscaba entender el final de un presente tedioso que me aburría, sin horizontes... Quería rehacer un sueño roto que, desde la infancia se había quebrado cual ánfora rota en mil pedazos. Entonces yo luchaba por restaurar el encanto perdido de mi inocente adolescencia, quería, al sentirme hombre, trasponer los umbrales que me condujeran, sin dilación alguna, algún lugar estable y seguro. Llegué a América, concretamente a Venezuela, país que me dio el temple que necesitaba para sentirme mejor. Allí se forjó mi espíritu y estando allá siempre recordaba al blanco muro de la calle San Telmo, cuando apoyado en él, tantas noches, bajo los claros de luna, con mareas altas o bajas y siempre en el silencio de la noche oía voces que llegaban de allende, quién sabe de dónde, invitándome a serenar mi espíritu. Me ofrecía la ruta de otros navegantes que se fueron y muchos de ellos hallaron lo que buscaban.

San Telmo y todo su bello entorno, es seguramente el lugar más apetecible, antes, hoy y lo será siempre, para soñar despierto, para vivir soñando la paz y el sosiego del descanso, recuperando la ilusión perdida de algunos y la libertad de otros en el contexto espiritual y eso ayuda a vivir más tiempo y enseña a sonreír como lo estáis haciendo.

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