viernes, 6 de junio de 2008

LA MAGIA DE UNA CIUDAD

Artículo recibido de: Melecio Hernández Pérez

En la historia del Puerto de la Cruz, como en la de tantos otros pueblos, late un sentimiento mágico y mítico que se confunde en el crisol de los tiempos, que es también carácter e identidad que roza la fantasía y la leyenda más sugerentes.
Los griegos tuvieron conocimiento de Canarias por los fenicios, que en el mundo antiguo situaron a estas tierras más allá de las Columnas de Hércules (Estrecho de Gibraltar), y frontera del mundo conocido, tras la cual se abría el mar tenebroso y por donde los bajeles no se aventuraban por creerlo infectado de dragones; pero aquellos que pasaron y anclaron, no dudaron en llamarla tierra del placer y de la alegría, mansión voluptuosa y de júbilo.
No es, pues, de extrañar, que con testimonios tan extraordinarios, la auténtica historia se mitificara, contribuyendo a ello poetas, escritores e historiadores que con sus fantásticas descripciones divulgaron universalmente su fama. Tampoco hay que olvidar que estando considerada como el paraíso terrenal, subyugara el pensamiento de científicos como Pierre Terrier, que acaba animando a románticos y soñadores, porque la ciencia no condena a los enamorados de las bellas leyendas por creer que las cimas emergidas son las del continente hundido y que con el Teide por bandera preside el archipiélago canario.
Desde la mansión de los dioses, el gran Olimpo auspició a los elegidos para prodigar sus mitos: Homero sitúa los Campos Elíseos adonde eran conducidas las almas de los héroes muertos; Horacio, la tierra donde sin necesidad de arado produce pan y todo género de frutos; Virgilio, que en su cielo puro y esplendoroso baña los campos con luz purpúrea; Luciano, que su temperatura es incomparable y donde reina una eterna primavera; Herodoto señala que allí termina el mundo, donde está el Jardín de las Hespérides que produce manzanas de oro celosamente guardadas por un dragón; Hesíodo, que el archipiélago Afortunado; Plutarco, que las benéficas lluvias mantienen un suelo fértil capaz de sostener a un pueblo ocioso, sin obviar a Platón y toda una célebre pléyade que durante siglos ha cautivado al mundo con sus referencias de fábula, leyenda y mitología.
Pero atrás quedan las viejas edades, época en que el naturalista romano Plinio en el siglo I de nuestra era se hace eco de la expedición del rey Juba II de Mauritania, a la que siguieron fenicios, persas, cartagineses, egipcios, griegos y romanos…y tantos otros viajes aventureros.
¿Es que no hubo en la antigüedad fascinantes causas para desarrollar tanta fantasía? ¿Pero también no fue Cratón quien aseguró que la historia de la Atlántida era verdadera? ¿Acaso las islas no son un claro vestigio a tanto elogio por los sortilegios de su naturaleza, la magia de sus mujeres y su folclore?
No podía el Puerto de la Cruz, enclavado en el reino de Taoro y en la costa atlántica, librarse de esos embrujos que desde la época neolítica de nuestros aborígenes con brisa cautivadora de canto de sirenas comenzó a tejer los primeros rasgos idiosincrásicos, pues de los sucesos pretéritos perdidos en la noche de los tiempos, aunque pudieran probar documentalmente, siempre suscitará la leyenda y la fábula.
Con perfil de viejos siglos alumbra la más antigua historia o leyenda suscitada en nuestro suelo y que tiene rango real: Benitomo, el Rey Grande, digno descendiente del Gran Tinerfe, tuvo dos habitaciones, una en la Ladera de Tamaide, que ocupaba en las tres épocas del año en que la naturaleza se ostenta con todas sus gracias, y la otra en la escarpada costa del mismo Valle conocida hoy con el nombre de Martiánez o “cueva de los siete palacios”, colgada sobre el mar, donde residía el mencey en la estación invernal.
Cuenta la tradición que Guajara, esposa de Tinguaro, hermano de Benitomo, cuando tuvo conocimiento de la muerte del aguerrido príncipe en la batalla de Agüere, a manos de Pedro Martín Buendía, lloró sin consuelo y, enloquecida de dolor, se refugió en la famosa cueva de Martiánez por ser remanso de paz. A pesar de ello, no recuperó la salud; por el contrario, creyendo que Tinguaro descansaba amorosamente en los brazos de Guacimara, huyó de la cueva. Invocando la protección de Achamán, lo buscó de gruta en gruta y de risco en risco hasta que después de vagar sin rumbo, desesperada, tomó la trágica decisión de precipitarse desde la cima de una montaña.
Hay autores que mantienen que el mencey Benitomo firmó la paz en los llanos que coronan las laderas de Martiánez y que por hoy llevan el nombre de La Paz al fundirse en un abrazo con el conquistador y que después “fue colocada la cruz en las peñas que forman la boca del Puerto”.
En línea contradictoria con esta tesis, hay que tener en cuenta que los menceyes se rindieron en El Realejo, el 3 de mayo de 1496, después de la derrota de los guanches en Acentejo a principios de febrero de dicho año. Por tanto, en el año de la rendición, Benitomo no pudo estar en los llanos de La Paz para capitular ni recibir el bautismo en la iglesia de Los Realejos donde se le atribuye el nombre de Cristóbal (fruto lírico del poeta Viana en su famoso poema épico). Ni mucho menos, como la tradición afirma, que marchara a la corte de los Reyes Católicos, ya que el testimonio de Margarita Guanarteme, hija de Fernando, rey de Gáldar, refiere que en la batalla de la La Laguna, de noviembre de 1945, donde los castellanos vencieron a los guanches, cayeron luchando por su pueblo el mencey Bencomo (Benitomo) y su hermano Tinguaro.
En cuanto a la toponimia de La Paz parece más coherente relacionarlo con la fundación en 1591 por los vecinos de La Orotava en dicho llano de “una ermita de Nuestra Señora de la Paz, por su devoción y salir, como salían, los caballeros a ejercitarse en sus caballos y aprender el uso de las armas y gineta, tan necesarias para la nobleza en la edad de la juventud”

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