Artículo recibido de: Celestino González Herreros
Qué extraña sensación, a veces sentimos, de apego a la vida. Descubrimos en cada motivación, por simple que sea, un sentido especial que nos obliga a pensar profundamente, en la fragilidad de todas las cosas que nos rodean. Debe ser esa, la razón que nos induce a cavilar en ello, aceptando que la vida es, también, lo más sutil, porque se nos acaba por segundos, cada vez más deprisa. Y nos asusta la idea, y nos apena, al pensar que tantas bellezas y la hermosura de cuanto nos rodea, tengamos que dejarlo atrás, algún fatal día.
Nos consuela, poder aún ver a nuestro alrededor, cuanto Dios ha creado, antes que nada; escuchar el trino de los pájaros; caer el agua de la fuente, y el eco de nuestra voz en el ceno del profundo barranco, cuando le damos gracias a la vida. Es inconfundible la voz. Y nos escuchamos a nosotros mismos, cuando le damos, a su vez, gracias al Creador... Y cuando deambulamos por las calles de nuestros pueblos, fijándonos atentamente en cada rincón amado; y buscamos en ellos, recuerdos lejanos casi olvidados de toda una vida. Y de todos aquellos seres que nos acompañaron entonces y que ya no están entre nosotros. Una vida tan distante como el tiempo que nos ha separado, aunque en nuestra mente están siempre presentes.
Es bueno, poder evocar cada uno de aquellos episodios vividos y poder, casi palparlos, por intuición, aunque se hayan ido. Verles en el mismo lugar y poder acariciarles, con sólo cerrar los ojos; e incluso, sentir el calor de sus cuerpos y escuchar sus voces. Sentir el cálido aliento, de cuando susurraban a nuestro lado, palabras afectivas. Qué grato es, sentir la brisa yodada y salitrosa en nuestro rostro, allá, en la orilla de la playa, cuando mirando al mar, buscamos en su inmensidad, el consuelo de aquellas ilusiones que se nos fueron y naufragaron mar adentro. Cuántas veces hemos ido en su busca, con la mirada perdida en sus profundidades... Y no siempre logramos la respuesta deseada en esa desértica laguna de soledades.
Pero la vida sigue su curso y aún nos quedan fuerzas, si conservamos el aliento para seguir buscando esos resquicios amados; que renazcan en nuestro corazón y así poder vivirlos nuevamente. Los recuerdos perduran a través de la evocación, volvemos a ser niños y vuelve la dorada juventud con todos sus encantos. Vemos muy lejos nuestra precipitada vejez... Con los recuerdos desenterrados, parece como si volviéramos a empezar, y esas fuerzas renovadoras que sentimos sean efectos de la fe que ponemos en todo lo que amamos. Es, tal vez, el reencuentro con el niño que llevamos dentro y aquella sepultada juventud que llega a florecer, a pesar de que seamos más viejos, como el árbol caído...
Aunque ya no estén con nosotros, físicamente, cada uno de esos motivos, conservamos el calor que nos dieron. Aunque no estén a nuestro lado, es razón fundamental de nuestra vida el recordarlo todo hasta el final de nuestros días, y sentir que nada ha muerto, que todo queda ahí, aunque nos vayamos...
Qué extraña sensación, a veces sentimos, de apego a la vida. Descubrimos en cada motivación, por simple que sea, un sentido especial que nos obliga a pensar profundamente, en la fragilidad de todas las cosas que nos rodean. Debe ser esa, la razón que nos induce a cavilar en ello, aceptando que la vida es, también, lo más sutil, porque se nos acaba por segundos, cada vez más deprisa. Y nos asusta la idea, y nos apena, al pensar que tantas bellezas y la hermosura de cuanto nos rodea, tengamos que dejarlo atrás, algún fatal día.
Nos consuela, poder aún ver a nuestro alrededor, cuanto Dios ha creado, antes que nada; escuchar el trino de los pájaros; caer el agua de la fuente, y el eco de nuestra voz en el ceno del profundo barranco, cuando le damos gracias a la vida. Es inconfundible la voz. Y nos escuchamos a nosotros mismos, cuando le damos, a su vez, gracias al Creador... Y cuando deambulamos por las calles de nuestros pueblos, fijándonos atentamente en cada rincón amado; y buscamos en ellos, recuerdos lejanos casi olvidados de toda una vida. Y de todos aquellos seres que nos acompañaron entonces y que ya no están entre nosotros. Una vida tan distante como el tiempo que nos ha separado, aunque en nuestra mente están siempre presentes.
Es bueno, poder evocar cada uno de aquellos episodios vividos y poder, casi palparlos, por intuición, aunque se hayan ido. Verles en el mismo lugar y poder acariciarles, con sólo cerrar los ojos; e incluso, sentir el calor de sus cuerpos y escuchar sus voces. Sentir el cálido aliento, de cuando susurraban a nuestro lado, palabras afectivas. Qué grato es, sentir la brisa yodada y salitrosa en nuestro rostro, allá, en la orilla de la playa, cuando mirando al mar, buscamos en su inmensidad, el consuelo de aquellas ilusiones que se nos fueron y naufragaron mar adentro. Cuántas veces hemos ido en su busca, con la mirada perdida en sus profundidades... Y no siempre logramos la respuesta deseada en esa desértica laguna de soledades.
Pero la vida sigue su curso y aún nos quedan fuerzas, si conservamos el aliento para seguir buscando esos resquicios amados; que renazcan en nuestro corazón y así poder vivirlos nuevamente. Los recuerdos perduran a través de la evocación, volvemos a ser niños y vuelve la dorada juventud con todos sus encantos. Vemos muy lejos nuestra precipitada vejez... Con los recuerdos desenterrados, parece como si volviéramos a empezar, y esas fuerzas renovadoras que sentimos sean efectos de la fe que ponemos en todo lo que amamos. Es, tal vez, el reencuentro con el niño que llevamos dentro y aquella sepultada juventud que llega a florecer, a pesar de que seamos más viejos, como el árbol caído...
Aunque ya no estén con nosotros, físicamente, cada uno de esos motivos, conservamos el calor que nos dieron. Aunque no estén a nuestro lado, es razón fundamental de nuestra vida el recordarlo todo hasta el final de nuestros días, y sentir que nada ha muerto, que todo queda ahí, aunque nos vayamos...
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