jueves, 24 de julio de 2008

PUERTO DE LA CRUZ: HISTORIA, TRADICIONES Y COSTUMBRES

Artículo recibido de: Melecio Hernández Pérez

De los transportes a los juegos tradicionales


A principios del siglo XX, los medios de transportes de mercancía y viajeros más en uso en el Valle de La Orotava fueron los de tracción animal: carruajes, carros y carretas. Indudablemente, el caballo, mula y burro como piezas fundamentales para el acarreo y traslado humano, sin olvidar la presencia del dromedario en las labores agrícolas. Por esas fechas el automóvil empezaba a introducirse en Tenerife, mientras que en los años 1918-1919 llegaban los primeros camiones, en su mayoría de segunda mano e importados de Francia, Alemania e Inglaterra, como residuos de la Primera Guerra Mundial, al menos así ocurrió en el Puerto de la Cruz. Este importante sistema de locomoción mecánica, a medida que evolucionaba y mejoraban las carreteras de la isla, iban desapareciendo de nuestras aguas los barcos interinsulares que llegaban semanalmente a cargar plátanos y tomates y dejar alguna mercancía no perecedera como paja, madera, guanos, cereales, etc. Pero en tiempos de crisis, al no poder realizarse el transporte por tierra por carecer de combustible y repuestos, se recurría, ocasionalmente, al cabotaje, con que se reactivó el trajín portuario con el tráfico de barcos cargados de fruta para su posterior trasbordo a los buques de altura en Santa Cruz. Sin embargo, serían los llamados veleros de cal venidos de Fuerteventura, los últimos mástiles en desplegar sus velas al viento al socaire de nuestros embarcaderos.
De la posguerra, conservo un nítido recuerdo de los pesados camiones de llantas macizas, que a su paso estruendoso estremecían carretera y casas. Entonces proliferó el carrito para arrastrar bultos pesados, además de ser utilizado como juguete por los chicos; pues se componía de una tosca plataforma de madera de la que sobresalía un palo que descansaba sobre el otro transversal, que era el eje delantero soportado por rodillos de acero. Y para su control, dos trozos de soga amarrados a cada lado del eje, sin más frenos que sendos pedazos de goma. También campeaba el carro de mayor proporción con carrocería empujado por la fuerza motriz humana que sirvió para transportar huacales desde empaquetado a muelle, a cambio de unos pocos reales. Estaba también el carrito tirado por burro para hacer encargos, dos de los cuales aún se recuerdan, como don Segundo de La Dehesa y don Juan “El Sarguito”. Este último mereció ser objeto de coplas jocosas que estuvieron en boga durante algún tiempo, y cuyas letras conservo, pero que dejaré para otra ocasión.
El turismo se desarrollaba al unísono con el monocultivo del plátano, como una alternativa esperanzadora a la crisis económica surgida en el último tercio del XIX. Los extranjeros, en su mayoría, procedentes de Inglaterra, viajaban en los vapores fruteros o recalaban por Santa Cruz en cruceros de placer, amén de los viajeros que en barcos de pasaje regulares a Centro y Suramérica, así como África, hacían escala. El turista se trasladaba al Norte de la Isla para contemplar el valle idílico de La Orotava y hacía un alto en el Jardín Botánico, siendo así que la caravana de taxis semejaba una serpiente que partía desde Bananera y superaba el frontal de la institución botánica. Era la oportunidad para los chicos pedigüeños de importunar con la cantinela de peni, peni, peni. Esta práctica también fue habitual en las calles del Puerto; pero la manera más atrayente para captar la atención la ejercían los “margullidores”, que se sumergían espectacularmente, como reclamo. Así, con esta y otras argucias los ingleses tiraban monedas que hábilmente atrapaban antes de perderse en el fondo marino.
Es momento ahora de recordar, someramente, los deportes y juegos tradicionales de nuestra infancia y adolescencia, cuando coleccionábamos estampas de cine y criábamos bichos de seda.
Independientemente del fútbol, natación y otros marítimos, no hay que obviar la lucha canaria, el deporte autóctono por antonomasia. De gran arraigo es la “pelea de gallos”, cruel tradición que data de 1700 y se popularizó en Canarias en el XIX. En el Puerto tenía lugar en conmemoraciones religiosas, festivas, culturales y políticas e incluso en funciones de teatro, conciertos y carreras de caballos. Antaño se celebraban en el patio del convento de las monjas catalinas, incendiado en 1925; en el Termal Palace, Teatro-Cine Topham y otros recintos que congregaba a numerosos aficionados empeñados en apuestas y el fomento de la feroz y salvaje lucha gallística.
En cuanto a los juegos que practicábamos eran muchos y diversos. Cada uno tenía su época, a excepción del fútbol y los coches de verga. Se decía tiempo de los boliches, de los trompos, cometas, etc. Entonces disponíamos de más espacios y tiempo para jugar en la calle que, por lo general, era el patio de cada uno y de todos. En la era actual de la electrónica, los chicos apenas practican o conocen los juegos de las pasadas generaciones; aunque es bien cierto que los núcleos urbanos adolecen de lugares idóneos.
El fútbol era el favorito y más atrayente, porque si había chicos suficientes lo primero era “ jugar a la pelota”.Entonces había que allanar el solar, con sus porterías señaladas por dos piedras, aunque otras veces se jugaba en plena carretera, sin temor a la circulación rodada, tan escaso era el tráfico entonces. La pelota se hacía de badana y “farulla”. Las fincas de plataneras nos proporcionaban la materia prima. Su laboriosa confección requería práctica para acabarlas esféricas, bien cosidas y que rebotaran. Después se formaba el “tim”, y unos pocos calzados y otros descalzos, la equidad arbitral era importante para no terminar como el “rosario de la aurora”, se iniciaba el partido, cuya duración se cifraba por el número de goles que solía ser doce o más, aunque dependiendo de la insistencia de la llamada de nuestras madres para estudiar o hacer un mandado.
El juego del boliche era entretenido y conflictivo. Había modalidades como el “piche y palmo” o “ gongo”, entre otras, todo ello sometido a reglas tradicionales. El trompo requería picaresca por cuanto antes de entrar en juego ya se disponía el arreglo de la púa. Según la habilidad de cada cual el trompo podía resultar pajita o carraca. No olvidemos el llamado “arcusa” . Se jugaba a la “caldera”, “las dos calderas” , y los más competentes efectuaban filigranas de difícil ejecución. La piola, juego colectivo de fuerza y habilidad. La modalidad más practicada era la de “piola corrida”. Muchas vivencias nos traen voces como “calcetín”, “ media”, “ plancha”, etc., que eran dogmas del juego. Montalachica, donde el peso y la agilidad de los participantes eran determinantes. Parece que aún puedo percibir el grito de ¡montalachica! y la consabida pregunta de “ ¿arriba o abajo?”. El “Guirgo” tenía el “quedado”, con la cara pegada a la pared al tiempo que contaba hasta un determinado número en voz alta, para salir en busca de los demás al grito de “ ¡ El que no se ha escondido, tiempo ha tenido! La cometa era y es un artefacto volador que se confeccionaba con caña, papel, pegamento e hilo, a veces dotado de hojilla de afeitar con la peor de las intenciones. También a través del hilo, impulsado por el viento, se desplazaban papelitos que dábamos en llamar telegramas. En fin muchos más como el de la soga, el tejo y largo etcétera.
¿Se acuerdan de aquella canción “que pase misín, que pase misán”, o la de “ Antón, Antón Perulero” , la de la “ gallinita ciega” ...?
Así que muchos fueron los juegos de nuestros primeros años que no incluyo en su totalidad por ser bien conocidos y para no excederme, y que son todos aquellos que se venían practicando generación tras generación, hasta que en la nueva era los niños y niñas se sienten adultos antes de tiempo y actúan como tal, olvidando que la infancia y la adolescencia es para vivirla y disfrutarla con los viejos y nuevos juegos.
En el próximo se escribirá sobre las modas, creencias populares y otras costumbres y tradiciones cosidas a la historia del Puerto de la Cruz.

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