viernes, 18 de julio de 2008

PUERTO DE LA CRUZ: HISTORIA, TRADICIONES Y

Artículo recibido de: Melecio Hernández Pérez

El Puerto de la Cruz, de tradición agrícola, pesquera, portuaria, comercial y turística, es un pueblo amante de sus costumbres; pero, con el rodar de los siglos, ha dejado en el tiempo buena parte de ese acervo patrimonial, que, en la actualidad está en proceso de recuperación, como se viene manifestando con renovada ilusión en el calendario festivo de la ciudad; pues aquí, más que en ninguna otra población de Canarias, se dejó sentir la influencia extrajera con su aporte cultural y costumbrista; de ahí, el talante cosmopolita, alegre y liberal del Puerto y su gente; no en vano en las centurias XVIII y XIX sus costumbres y etiqueta de la buena sociedad europea fueron un referente, por lo que se comprende la importancia del legado consuetudinario.

Por tanto, pretendo recrear en una serie de artículos todo ese conjunto de valores históricos y tradicionales, que, no obstante, por lo heterogéneo del tema me obliga a excluir algunos aspectos no menos interesante y curiosos en aras de una concisión expositiva.

Primero fue la caña de azúcar, seguida del vino, la cochinilla y el plátano desde finales del XIX paralelo con el incipiente turismo; sin obviar la activa participación de su mar, su puerto y la pesca tan ligados a la vida laboral simbolizada en el oficio de pescador como costumbre heredada de sus antepasados, pues los marinos siguen rindiendo la jornada pesquera, y hasta fechas no muy lejanas masticaban tabaco y tomaban aguardiente en la taberna de Margarita. Muchos recordarán la desaparecida pescadería del muelle con sus chicharros, caballas, sardinas, salemas, viejas, cabrillas..., y es que otrora el fruto del mar era más copioso. Las pescadoras partían a los pueblos del Valle pregonando la fresca mercancía con la cesta a la cabeza, y, utilizaban el trueque, pescado por productos de la tierra ( hortalizas, frutas, etc.). Portaban una rudimentaria pesa romana y su contabilidad era a base de signos y marcas. Al entrar a los pueblos se cambiaban los zapatos que llevaban en la cesta por las alpargatas polvorientas de los caminos, las cuales se volvían a calzar al iniciar el retorno al Puerto.

Esos populares hombres y mujeres con piel de sal y yodo, con nombres y apodos, más de lo segundo que de lo primero, viven en la memoria colectiva de las páginas de nuestra intrahistoria.
Y ya que hablamos de los trabajadores de la mar ¿ qué de aquellos bajíos que en las noches de bajamar ofrecían el luminoso espectáculo de la mágica danza de las antorchas? Eran marineros que extraían de las oquedades pulpos, como Ramonillo, conocedor de playas y de charcos ricos en especies marinas, donde utilizando medios primitivos cogían lapas, almejas, cangrejos y burgados.

También las campesinas bajaban con la cesta a la cabeza a vender los frutos del monte entre helechos refrescantes, mientras los hombres conducían las bestias de carga desde las medianías. Los astutos cochineros de Icod el Alto estiraban los lechones al ofrecerlos y del mismo barrio eran las paveras que por Navidad tenían en los hoteles a sus mejores clientes. De Benijos o de Las Llanadas bajaban los mulos cargados con sacos de carbón y leña . Hubo época para los vendedores de telas que voceaban por las calles “ al palito de la raza”, y otros, gitanos ellos, que con engañosa palabrería conseguían ventas fraudulentas.

Bajaban los cabreros cada mañana de los barrios de San Antonio y San Amaro con sus rebaños y perros amaestrados recorriendo las calles del Puerto para atender la clientela de leche tibia y de reciente ordeño que, ingerida con gofio, era el más suculento de los desayunos, sin que esta competencia afectara al lechero que fue pieza fundamental para la ganadería, pues vendía de puerta en puerta la leche que adquiría a pie de gañanía. Las lecheras con la cesta a la cabeza portando cantinas y cuartillos para la medida, llegaron sucesivamente a pie, en jardineras y con medios propios de locomoción, como mulas y carros de tracción animal. Su figura ponía en el paisaje urbano un toque bucólico y espléndido.

El comercio dependía del mar, de la tierra y de la industria del turismo.

Con la Guerra Civil, las operaciones internacionales forzadas por la falta de divisas extranjeras, la devaluación de la peseta y el bloqueo, crearon una situación crítica que propició el estraperlo y el cambullón. Arribaron al puerto capitalino barcos con comestibles y otros productos que en el mercado negro multiplicaban su valor y servían para complementar el racionamiento de artículos de primera necesidad que continuó hasta mucho después de la guerra europea. De este modo, los más infelices y los más pudientes, iban sorteando las miserias y la hambruna de las guerras.

La venta de barrio tradicional poseía la magia de proporcionar lo indispensable. Jugó un papel primordial en la vida socioeconómica de entonces porque tenía la facultad del abastecimientos y del crédito regulador de la economía doméstica. La compra que era casi siempre al fiado, se contabilizaba en sendas libretas por “ partida doble”.

Una interesante parcela comercial corresponde a las bodegas y casas de comidas, tascas y “ guachinches” como los típicos merenderos de la playa de Martiánez regentado por Felipe y Jesús, o de Isidoro Torres, hermano de Ramonillo “ el pulpiador”, donde si no se consumía vino no había pulpos; y muchos más que el tiempo los ubicó en una época que contrasta con la proliferación actual de Acentejo y la venta de vinos de “ cosecha propia”, si bien alguno como “Casablanca” mantiene viva la tradición en el Puerto.

Para la gente menuda el carrito de las chucherías de la Plaza del Charco fue la panacea, junto con la “Cartagena” de don Ginés y sus helados de cucurucho.

Del negocio frutero me interesó la parte industrial, manufacturera; aquella ordenada labor realizada en los empaquetados por hombres y mujeres que liaban con destreza la fruta canaria que desde inicios del siglo pasado ocupó un destacado lugar en el mercado internacional, siendo desde el Puerto de la Cruz, allá por l880, de donde partió una de las primeras exportaciones de plátanos de Tenerife a Inglaterra por don Pedro Reid.

Observaba el proceso de embalaje en medio de un ambiente de extraño aroma a papel, madera, paja y fruta. Hoy, el empaquetado es más sofisticado; ha introducido los avances más modernos, lo que ha originado profundas transformaciones.

Era profesión de artesanos, como la de aquellos oficios de antaño que se han diluido abocados por el progreso: Neveros, carpinteros de ribera, albarderos, toneleros, carreteros y muleros, molineros, mecánicos y torneros que recomponían las piezas inservibles; zapateros, que confeccionaban los mejores zapatos a la medida de la Isla y que descansaban los lunes en honor a San Crispín; gangocheras, canastilleras, latoneros, escoberos, herreros, pescadoras, bordadoras, caladoras, lecheras y un largo etcétera.

Continuaremos en una próxima evocando la historia, tradiciones y costumbres del Puerto de la Cruz.

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